Esta exposición inicia su recorrido en Madrid, que será la única parada en España, -ya que a partir de junio seguirá su camino en Europa y Norteamérica-.
Hasta ahora, la única posibilidad de ver, sentir, de cerca el Holocausto, ese símbolo de la barbarie humana y de que el odio no conoce límites, era viajar a la polaca Óswi?cim para visitar la que fuera la mayor fábrica de muerte, Auschwitz-Birkenau.
Así, gracias al trabajo de Musealia y del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y de sus equipos de investigación, documentación e historia, tenemos acceso a más de 600 objetos originales y un gran material audiovisual y fotográfico que nunca antes había visto la luz.
Esta exposición pretende educar y concienciar al público, poner al alcance de la mano uno de los momentos más crueles de la historia, 72 años después de la demostración más grande de la falta de humanidad. Esta muestra itinerante que recorrerá el mundo tiene la obligación de recordar, recordar a las víctimas y a los verdugos, recordar algo que pasó hace no tanto en el centro de un mundo avanzado, tecnológico y civilizado que participó en una máquina de asesinar con el odio por bandera mientras ese mundo civilizado miraba a otro lado.
Auschwitz llega a Madrid con todos sus horrores a través de un recorrido que comienza donde comenzó todo, mucho antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, con el principio del odio, del ascenso brutal del nazismo en una sociedad cansada de la pobreza y de pagar las consecuencias de ser el perdedor de la Gran Guerra, ese odio que fue la bandera que justificó las acciones más crueles y brutales que acabaron con la vida de millones de personas -entre judíos, gitanos, homosexuales, enfermos, presos políticos, etc.-. Este recorrido nos enseña, de una forma terriblemente real los pasos que llevaron a ese campo de exterminio que sería el símbolo de la barbarie. No pasa por alto la larga marcha de esos condenados que, en su mayoría, encontrarían una muerte rápida -si no pasaban la selección- o lenta -en el caso de tener la suerte de vivir unas semanas más para trabajar hasta la muerte o para ser la víctima de un castigo por diversión o del hambre, entre otras cosas- para acabar, casi siempre, en los hornos crematorios, últimos testigos mudos de la masacre.
Esta exposición, tan dura y brutal como debe ser, tiene que ser la herramienta para no olvidar hasta donde podemos llegar, para no olvidar a las víctimas -tristes cuerpos sin vida convertidos en cenizas o tristes supervivientes que jamás superarían uno de los capítulos más sanguinarios y atroces de nuestros tiempos-. No olvidar nunca. No olvidar, para no repetir, la lúgubre advertencia de los caminos del odio.
El homenaje a las víctimas, el sobrecogimiento del público, la piel de gallina ante una masacre cercana, la memoria de quienes pudieron dar testimonio de lo que sucedió, las lágrimas que nunca secarán, la memoria de quien descubrió la letal herramienta del genocidio, de los verdugos que ni siquiera tuvieron remordimientos, los testigos ciegos. Se trata de la memoria histórica en movimiento, al alcance de todos, la conciencia y el compromiso, la esperanza de que una vez sea tristemente suficiente, la advertencia, el papel de la historia en el presente.
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